miércoles, 27 de junio de 2018

Sobre tres obras ( Y una vida asombrosa) de Bernardo Ángel Saldarriaga por Santiago Ándrés Gómez Sánchez

SOBRE TRES OBRAS ( Y UNA VIDA ASOMBROSA) DE BERNARDO ÁNGEL SALDARRIAGA POR SANTIAGO ANDRÉS GÓMEZ SÁNCHEZ
22 de marzo de 2018 

HIJO SE SÍ

Quiero hablar breve pero dignamente sobre La Monja, Ni héroes ni mártires y Aúllan los lobos, tres obras emblemáticas del incomparable, singularísimo hombre de teatro que ha sido Bernardo Ángel Saldarriaga, el corazón del grupo La Barca de los Locos, un referente fundamental en la historia de la cultura medellinense, pero no sé si pueda hablar con esa brevedad. Tal vez lo importante sea ser preciso, y esto supondría a veces acudir a algunos comentarios o anécdotas más o menos extensos. Veremos cómo surge la evocación, porque lo que más me importa es comunicar, difundir el pensamiento, la sensibilidad, eso tan complejo que solo se puede resumir en una palabra: la obra, de un artista esencial.
Para empezar, ¿qué queremos decir con las palabras artista esencial?
Fuerzas sin nombre
Bernardo Ángel Saldarriaga es un artista de la esencia. También, sí, lo he dicho, es un “referente” fundamental en nuestra historia, pero esto, esta vulgar indicación, que lo cataloga fríamente, secamente, suciamente, no dice nada, en principio. Hay que ir a él y notar que allí los puntos cardinales juegan a su arbitrio, que se descoordinan o precipitan en pos de ese mojón que como veleta imposible señala su centro sin decirlo, sin señalar a ningún lado, o a todos los lados.
Esto es.
Por eso.
Muchos consideran al arte, muchos teatreros al teatro, como un oficio gremial que se transmitiera de generación en generación, o como a inicios del Renacimiento, casi de padres a hijos, y no hay por qué ni cómo negar tal visión, pero lo mismo es decir que resurge y resurge atónito a cada pálpito del actor desconcertado en la escena, y quien, más que renacer en otro texto, es él mismo, realmente, al encarnar aquel texto, al vacilar. Es en esto en lo que se conecta Bernardo con todos los teatreros de Medellín, que saben, desde el Negro Aguirre, de El Águila Descalza, hasta John Viana y Wilson Zapata, de Elemental Teatro, que no podrían asimilar del todo esa condición que, sin embargo, Bernardo nos exige asumir a todos, sin perder el norte.
Ya Bernardo lo ha dicho muy bien dicho en otras partes, y Alejandro Herrán lo hace explícito en las palabras iniciales del libro Teatro. Locura y Éxtasis (2018, pp. 9-11) que publicó Fallidos Editores, de Bernardo: “Un verdadero teatro es aquel en que convergen lo real y su doble” (Herrán). No hablamos aquí de otros referentes previos al actor o al escrito que, al modo de Dios, floten antes del principio de los tiempos por encima de las aguas. No hablamos de cánones, de teóricos ni aun de autores, y así, en esa fundición que es la palabra o el gesto vivos, hechos y deshechos, en esa fundición instantánea, que es una epifanía dolorosa, como un parto que lleva a la muerte sin que lo sepamos, a la revelación de un tránsito sordo de ideas musicales huidizas, de consejos sabios que se dijeron tontamente, de tropas que no marcharon o fenecieron todas por igual, en ese contacto áspero, que es una violación aceptada de Dios a nosotros, un desgano nuestro que despertó al crimen innoble, a un crimen llamado luego al amor (y que dejara atrás al pecado) y que hallara redención sin vida, puro doblez que se destapa, vida negada, podemos apreciar al ser como lo que es, como encarnación de fuerzas sin nombre.
Eso es un artista esencial, huérfano, padre y madre de sí mismo, hijo de sí, loco. 
El propio teatro
En las obras de Bernardo grita siempre un mismo sujeto en diferente tránsito.
Se enfrenta él a sí mismo como si fuera el otro un recuerdo de él mismo, la otra, u otra emanación en otro tiempo, adulterados, que a su vez se revelaran, consumación de una sola herida.
Pero el diferente tránsito viene a ser lo que para otros un drama, y no es un drama, no es un conflicto temporal, sino una inquietud espiritual, así sea a partir de lo histórico, de la cicatriz.
El teatro de Bernardo, escrito o representado, o representado por escrito, es una filosofía puesta en acto salvaje. Por eso atierra y enfurece o sacude y estimula (a la mula). 
Ninguna cruz
En La Monja se penetra el hecho social pero tipológico, genérico, del cristianismo como dogma, y se acude a la liturgia para desprender de su piel, en un desollamiento, el su sabor oculto que nuestra lengua de actores restriega en un chispazo llamado teatro, la tragedia que da luz si se le mira, como doble nuestro, perfección idiota de esta vida innecesaria, perfección rasgada, acrísima: puro anhelo pervertido en culpa.
La Monja, obra escrita en el candente fin del decenio de los sesenta, poco luego del Mayo del 68, se enfrentó contra el teatro político ideológicamente matriculado en la limpia condena del otro, y por supuesto contra el teatro clásico ideológicamente matriculado en la limpia condena del otro.
La Monja, en cambio, penetra ya tan temprano en nuestro abismo universal y busca liberarnos a todos, luchando contra todo: porque, como para los profetas hebreos, para Isaías, para Jeremías, para ellos, ese todo contra el que lucha Bernardo es, justamente, una lucha que, justamente, a “[t]odo lo envuelve” (Ángel, 2018, p. 19), o más claramente: “Todo es lucha, dolor, duda y plenitud” (mejor autorretrato de Bernardo no hay).

El mal, en Bernardo, me atrevo a decirlo, y es un descubrimiento contemporáneo al del gran arte del siglo XX, y así mismo un revertir al sentir poético primordial, no es otra cosa que la esclerosis del sentido. La fe o el sentido no habrían de ponerse en tal o cual cosa, y Cristo es, para nosotros, para Medellín, por supuesto, para América, para Roma y todo Occidente, el signo supremo, que en el cenit comienza a declinar, porque sus publicistas (san Pablo y los padres de la Iglesia) quisieron que fuera “todo para todos”. Lo de la cruz es lo de menos, pero por algo el símbolo está fijo en la cruz: lugar de muerte.
Poco luego del Concilio Vaticano II, el seminarista que fue Bernardo declara por boca del Obispo, en La Monja, cuando el Obispo aún ni ha aparecido y es solo una voz que nos informa, que nos educa, que Jesucristo, tal como lo hemos querido obligar a permanecer en esa cruz, rígido, muerto, sufriente, como un cuerpo hecho para el dolor y no para el goce, “estará siempre con nosotros, justificándonos todo” (p. 21), y su celebración no puede ser más irónica en su parquedad: “¡Qué gracia tan sublime descender hacia nosotros, para que no nos sintamos avergonzados”.
Dentro de esta farsa, porque es una escenografía, importante es la figura de la mujer para la institución eclesial, porque ella, la Monja, o ellas, acceden ante el crucificado a una gloria que las altas jerarquías no pueden o no aceptarían comprender y ven ellas a veces incluso que el crucificado desciende de su patíbulo santificado. Cuando la Monja se lo cuenta al Obispo, este entra en pánico, pero en ese instante el hombre que hemos visto en la cruz se baja (desmonta) y reta al Obispo, en un instante maravilloso del drama antioqueño cuya representación en vivo, por la formación clásica de La Barca de los Locos, ha quedado registrado en video por Juan Carlos Orrego y Pilar Mejía en un documental impagable llamado Otros decires, otras reconditeces (Orrego & Mejía, 1991-1995).
El hombre descendido de la cruz, llamado en la obra simplemente “Él”, se mofa de la imaginería del dolor: “¿Qué es eso de muerte?” (p. 26), es una de las réplicas más formidables dentro de cualquier exégesis cristiana de cualquier lugar y tiempo, y cuando le arranca los crucifijos a las vestiduras del Obispo y es acusado graciosamente de sacrílego por el Obispo, el crucificado responde: “¿Sacrilegio, querer bajar de una cruz y andar libre de llagas y espinas? ¿Sacrilegio, abandonar un cuerpo agobiado por el sufrimiento y unirme a ustedes?”, y luego le espetará a la Monja y al Obispo:
No pueden concebir una senda, sino [sic] está manchada de sangre de sus prójimos […] Son tan débiles que necesitan clavarme a una cruz para que no los abandone […] El sacrilegio sí existe, pero cometido por ustedes al querer ocultar nuestra verdadera esencia (p. 27).
Ante el espanto oficial y la huida del crucificado, que se mezcla con el público para dejar de “ocultar nuestra verdadera esencia”, para asumirla y gozarla, otro hombre (idealmente, un espectador) es crucificado por la Fuerza Pública, y ella, la Monja, siempre sumisa, es azotada por un verdugo contra el cuerpo del crucificado.

Su cuerpo, el cuerpo humano, son sometidos al escarnecimiento en un rito velado de vergüenza social, solo para renacer en una gloria que no nos es propia, tal como lo expondrá una siguiente obra de Bernardo: Ni héroes ni mártires. El trato entre el poder bruto y el llamado bien, el sentido esclerotizado, mejor dicho, está dado aquí en el dolor, a costa de una llaga viva y un sufrimiento eterno del rebaño.
La política es eso.
La milicia es eso.
La religión es eso.
Pero el cuerpo revira en nombre de Dios: arrebatada dulzura, fulguración sin qué. 

Más allá del bien
Debo apurarme pues me cuenta Lucía, su compañera, su cómplice, su luz, que ahora Bernardo está en sus momentos finales, y quiero decirle algo más que lo que dije a ella: Dios recibe a Bernardo en toda la gloria de su búsqueda, quiero decirle que nosotros lo recibimos también en esa gloria. En Ni héroes ni mártires ya no hay la descripción subcutánea de la tortura cristiana en nuestra cultura, de esa tortura cultural que es símbolo de nuestro temor y vergüenza del cuerpo, como Bernardo atina a decir en varios momentos de La Monja, ni tampoco hay en Ni héroes ni mártires el giro en la trama, cuando huye el crucificado, que nos muestra en La Monja cómo no hay escapatoria de esa lógica si buscamos una liberación dualista, un nuevo escapismo del destino al que hemos sido afrontados, porque quien se libera solo es una triste y feliz excepción.
En Ni héroes ni mártires simplemente hablan dos voces, la obra es en realidad la digresión de una personalidad que no necesariamente es siquiera la del autor, sino una especie de combate lógico, o de diálogo necesario, indispensable, entre las palabras dadas a la realidad existencial. En ese sentido, es una obra más abstracta, pero más profunda que La Monja. Es además un cuestionamiento del teatro sobre el teatro. Entonces le diría yo a Bernardo que esa voluntad, en medio del acertijo de la nada, de la lucha vuelta nada, de “imprimir en mí [en él, en todos] algo duradero” (p. 44) ha sido lograda con lujo de méritos (y él lo sabe porque no lo sabe).
Cuando Dos dice:
Toda esa basura de triunfos, coronas, monumentos, héroes, mártires, ignorantes y sabios, manuscritos, códigos y mandamientos, humildad y plegarias, belleza y altruismo. ¡Todo eso no es suficiente para dejarnos en paz! ¡Son de nosotros y nosotros no estamos en paz! (Ángel, 2018, p. 44).

… esa exclamación final es, más que cualquier otra cosa, una exclamación de la divinidad atormentada, crística otra vez, insoportablemente nuestra, pero de una suerte de Cristo condenado que ya no acepta su sino. Dos y Uno son discrepantes profanos, humanos, cuerpos soñados, que se encuentran de pronto en el sitio del otro y tampoco se reconocen, pues el devenir no les permite el encuentro (ese encuentro erótico que describirá bárbaramente Bernardo en Aúllan los lobos).
El lenguaje es la cifra que permite conjurar la ruptura de unos seres que hablan, manotean, gimen, porque no se encuentran en el otro ni podrán encontrarse en el otro, y porque saben que no son nada, pero son todo para el otro, un todo peligroso para ambos, un todo que se escuece también como esos cuerpos de la nada.
La iluminación más profunda es de Uno, y no nos puede dejar satisfechos; oigamos: “¿Para qué hablar de confraternidad y amor al prójimo, si nos desconocemos? La peor mentira de nuestra historia, es ser civilizados para desgarrarnos mutuamente” (p. 50).
Por eso la posterior llamada desesperada de Uno es sobrecogedora y expresa diáfanamente lo que tal vez nosotros, desubicados y errátiles, necesitamos llamar existencialismo (francés) en Bernardo Ángel Saldarriaga.
UNO: Estoy quedando ciego. Necesito de un niño que me guíe de la mano.
DOS: En estos momentos, sólo disponemos de los niños del limbo.
UNO: No importa. Quiero asumir todos los ropajes. Debo justificar la presencia, si fuere arrebatado. Esa nuestra sustancia, no puede ser santa ni pecaminosa. Se adhiere al gran ritmo (p. 51).
Tanto la idea de Dos de que “[e]n estos momentos, sólo disponemos de los niños del limbo”, como la respuesta íntegra de Uno (en especial “[d]ebo justificar la presencia”) , son marca de una condición asumida que anhela con integrarse a una inocencia original, y es la voz de esa misma inocencia exiliada, en el limbo, semejante a la ilusión consciente del karma en la espiritualidad de la India, o a la noción de una naturaleza pura en destierro, para la espiritualidad judía, ambas en trance de purificación. Solo que aquí el absurdo es insuperable y permanente, semejante a la sabiduría crítica del Eclesiastés, ya negada a cualquier plegaria inefable: “Vanidad de vanidades: todo es vanidad” (Qohélet, 1:2). La adhesión al gran ritmo es ante todo un anhelo, el anhelo imposible de asumir todos los ropajes.
Por eso, también, el Cristo occidental regente, desnudo en la cruz o incluso presente y bebiendo en las bodas de Caná, ha sido ya dejado de lado, pues lo que esta obra busca es, de nuevo, una reinterpretación autónoma de la divinidad encarnada, ir antes de Cristo e ir más allá, sin Él.
Se trata ahora de una divinidad que pueda ser cualquier cosa, menos mesiánica. 

Aullido primero
Ya en su sola estructura, Aúllan los lobos es un texto aun más complejo que los dos de los que hemos hablado. La obra se compone de tres cuadros escénicos, tres llamados cantos, expresión esta con la que el vínculo con la Antigüedad o naturaleza sacramental del teatro de La Barca de los Locos se hace evidente.
Compuesta a fines de los setenta, es uno de los textos seminales del grupo, pero corresponde a un periodo de maduración y, a la vez, de fuerte aunque fugaz relación con el teatro de sala, relación que posteriormente se rompe de modo espectacular con la salida escandalosa de Bernardo del Teatro Popular de Bogotá (TPB), en su punto de mayor fama y esplendor como actor, cuando renuncia y escribe y difunde una célebre carta pública a sus colegas llamándolos “futuras momias de la cultura nacional”, por la vanidad personalista con que él ha visto de frente que ellos encaran al teatro.
Bernardo había conquistado al público capitalino en el papel de Mosca, en la obra Volpone o el Zorro, del gran dramaturgo isabelino Ben Jonson, montada por el TPB y dirigida por el joven Saín Castro, con Diego Álvarez en el papel principal. Ese Diego Álvarez que por esos días y durante algunos años más estuvo en boga en la televisión nacional, tuvo que sufrir antes la humillación de ver a Bernardo Ángel rechazar a favor de Álvarez el papel de Volpone, que le había sido asignado a Ángel delante de todos por el director luego de ver este los ensayos preliminares. Bernardo no quiso que el atildado Álvarez se sintiera menos y por eso resignó el protagonismo, pero el ambiente tuvo que ser muy turbio para que en la noche de mayor fasto, en la apertura del gran Teatro Colsubsidio, Bernardo no quisiera salir a saludar al público, que lo aclamaba gritando “¡Mosca, Mosca, Mosca!”.
A su regreso a Medellín, el hombre, que no había querido presentar como examen para entrar al TPB su propio monólogo “El monstruo soy yo”, de Aúllan los lobos, conoce a Lucía Agudelo y La Barca de los Locos, que ya existía y había navegado vacilante pero exitosamente, toma su rumbo definitivo, con el entrañable Quique Márquez, Lucía y Bernardo como formación principal.

Aúllan los lobos, que es una obra para ser presentada en sala, pues debido a los desnudos no puede ser llevada a la calle, no por eso deja de levantar ampolla y genera un escándalo tan enorme que La Barca de los Locos se vuelve un lío para sus integrantes y, también, por supuesto, porque es un lío para el establecimiento.
El famoso cardenal Alfonso López Trujillo, el General Fernando Landazábal Reyes, por ese entonces Ministro de Defensa, ambos puras mortecinas desde antes de morir, y hoy menos que nada, sino vergüenza para quien dice su nombre, persiguieron al grupo y le dieron realce, demostraron su ignorada y tácita victoria de los teatreros, así como habían hecho los jerarcas la vida invivible para muchos otros en el país.

En eso, La Barca de los Locos purgó con su anarquismo el compromiso político que otros teatreros podrían haberles exigido antes, y el carácter maldito de toda poesía en la modernidad. Y claro, porque Aúllan los lobos, entre otras obras, y junto con el verdadero fuego que era la encarnación vital de Lucía, Bernardo y Quique ante el público, no podían dejar indiferente a nadie.

Yo por esos años caminaba el centro, eran los ochenta, y La Barca de los Locos se apropió soberanamente de las tardes de los martes del Parque Bolívar, así que a veces yo oía unos gritos, como si hubiera un incendio, como si hubieran matado a alguien, y es que había un incendio, no, muchos, todo era un incendio, todo esto, y es que nos estaban matando a todos, nos habían matado y habíamos vuelto a decir que el asesino reinaba campante en la propia alma cándida de nuestras madres, de nuestros venteros ambulantes, de nuestros negociantes de misa y camisa limpia, planchada y bien sudada.
Pero verlos a los actores era decir: pobres, están locos.
Más locos que una cabra. 
Aullido segundo
Eso era lo que uno pensaba. Y la gente los toleraba e incluso los quería, por locos, por loquitos, porque no le hacían daño a nadie.
Lo que pasaba es que uno se quedaba pensando en más de una palabra por ahí, y la fuerza del gesto te dejaba como festivo e intranquilo. Yo los imitaba, me paraba en la mesa y soltaba mis adioses a los padres que desde niño quise decir, y contaba lo que soñaba y mis padres ni me veían, bajaba de la silla, conversaba con mi sombra, le preguntaba si ella sí me veía, mi padre se reía sin mirarme, leyendo El Colombiano, yo se lo arrebataba, ¿qué dice esto que no diga yo, tan gracioso?, se lo devolvía, bueno, sin violencia, decía papá, y yo claro, porque la violencia está por ahí, y yo también desaparezco, y me volaba.
Años pasaron en que nunca miré con detalle lo que La Barca de los Locos tenía para decirme, y yo mismo llegué a censurar su brío enfermizo, su locura de plato típico paisa (a Bernardo le fascinan los fríjoles, que Lucía llama “frisoles”), indigesta, borracha sin necesidad de guaro, delirante por donde se mire. Creí que toda su parrafada era una sola improvisación deslavazada, hasta que los años siguieron pasando y yo veía a Bernardo andar por la calle con Lucía, y vi Otros decires, otras reconditeces, ya más grandecito, y me fascinó el asunto de que, claro, ellos debían ensayar y yo no me había dado cuenta, no podían gritar al unísono esos coros de mendigos alados si no era ensayando, memorizando, previendo, como en el mismo oficio gremial que es todo teatro preparado.
Y es que La Barca de los Locos era y es teatro eximio.

Bernardo, para quien converse con él, es notablemente magistral, o de hecho, pedagógico, en su uso del cuerpo. No es sino ver cómo se reacomoda en la balanza del asiento, así como Lee Strasberg, el propio Lee Strasberg, en su papel connotado de El padrino II, de Coppola, cuando en su casa recibe a alguien, formalmente, y al poco descansa su pierna en un brazo de la silla.
Cómo se planta Bernardo, cómo improvisa desde el vuelo escrito, cómo vuela.
Sí, Bernardo, Quique, Lucía, eran teatreros que no tenían nada que envidiarle al mejor teatrero del puto planeta.
Así que, de nuevo, al tiempo, descubro que esas obras, que tenían que ser escritas, habían sido cuidadas en sus cuadernos de mano febril y transcritas juiciosamente, y que algunas habían sido publicadas, y pude hablar con esos mis dioses ocultos. Y quiero pedir por Bernardo mientras escribo esto, porque se está muriendo en este mismo instante y yo lo quiero tanto, le debo tanto.
Y quiero decir que con él mueren muchas tardes en que Óscar Hernández y Manuel se encontraban en otro lado para beber en la amarga celebración del poeta paisa que sabe que todo queda en silencio.
Todas esas tardes en que la luz hablaba por nosotros, sin que nadie supiera qué nos dice, y es que la vida es algo más y no sabemos qué es, que se agita allá abajo, acá donde nosotros estamos, más adentro, que resplandece en un adentro, desde un adentro, que surge, que salta, que sale de algún lugar, que en algún lugar no estamos muertos, y solo el poderoso es el muerto, solo el que fija la palabra, el que no deja aullar a los lobos que le cantan a la luna traviesa para llamar a sus hermanos, a sus amantes.
Esas fueron las tardes de Bernardo, las mismas nuestras y que se van, las de los que se fueron.
El mismo día en que dejó de ir al Parque, ya las obras se montaban los jueves, fue el día de mi regreso allí, y ya no lo encontré, y lloré todo el viaje de vuelta a casa, porque esa vuelta era una partida, y una partida de ambos. Digo que ese jueves, a la semana de su última presentación, fui a verlo, y ya no estaba, y no ha podido volverse a presentar con Lucía, y es difícil que vuelva, parece que no volverá, nos lo han dicho, que está en las últimas, y mi esposa dice que milagros hay, mi esposa que es el milagro, ella, como Lucía, que sabe que no, que sabe dónde pisó, que sabe como mi esposa que sí, que allí está Bernardo, ese Ángel viene y me dice, ahora está actuando, está allí otra vez, óyelo, óyelo, estamos vivos, estamos vivos. 
Aullido siempre
Aúllan los lobos comienza con ese monólogo que está diciendo Bernardo ahora mismo, “El monstruo soy yo”, en el que sabe que todos y todo aparece cuando soñamos, en el que sabe, monólogo en el que él sabe, no en el que dice, sino en el que vive, en el que sigue viviendo, aquí en este libro ya dañado que tengo ante mis ojos bañados en llanto, ahí está, no pintado, vivo, ahí él sabe, que el monstruo soy yo.
No otro.

“¡El cuento lo hacemos nosotros! Y que guarden sus mostachos; todavía dividen la vida entre bien y mal; en mi cerebro un animal escarba, y por las noches pueden pasar tantas cosas […] Ya no digo: sí o no. Me envuelvo en esta luz serena y amarilla: declino todas mis entregas, no arribo porque nunca llego. Me voy al reino de la inconsciencia. Los veo esperando su propio entierro, y no los lloro. No me tomen ni me sigan. ¡Aprieten los dientes, abran las manos y dejen escapar al pájaro que han tenido enjaulado durante tanto tiempo! ¡Que vengan las viandas!, el vino si quieren, y que las cabezas batan otra vez su dolor (Ángel, 2018, p. 65).
Nada hay en las líneas que escribe Bernardo Ángel que tenga la más mínima complacencia, no hay la menor voluntad de embellecer o transformar la letra que aparece. Los dos cuadros siguientes de Aúllan los lobos son trances despampanantes, pero por cuanto te liberan, sueltan ese pájaro enjaulado.
Hay concentración, hay un foco: se trata en el canto II del momento culminante de la especie, del sexo, se trata de nuestra vida, la vida profunda, del amor, del contacto con el otro, del dejar las sábanas empapadas de palabras, las que se dicen y las que se dejan de decir, las que no se pueden decir por más que uno lo quiera, y luego, en el canto III, se trata ya de lo que hay que enfrentar, la vida puertas afuera, ese falaz espectáculo infame, de todo punto sórdido, que es la sociedad.
La intimidad se mira con las fauces abiertas que quisiera Caicedo cuando María del Carmen Huerta se le monta a Rubén Paces “como a una vara de premio” (cito de memoria) y le muestra la boca del todo abierta, en ¡Que viva la música!.
Hombre le dice a Mujer, ambos semidesnudos, en un ámbito íntimo ritual: “(Con deleite) Empezaré por quitarte las costras. ¡Qué delicia! Aquí tengo una. / MUJER: Está bien, aráñame con las uñas de los pies, entiendo que no te gusta recortártelas” (66).
Todo es tan impúdico que es groseramente literal, pero esa literalidad esconde una bestialidad sensibilísima y traumática. Vean aquí una sublime conjugación de la palabra “ajusticiar”.
MUJER: Soy la caricia necesaria. ¡Ajusticia mi clítoris!
HOMBRE: (Bamboleando su bastón) ¡Reclamo la perdición consumada en sangre y alegría! ¡Plumas blancas, para tu ascenso, como reina del ahorcado! ¡Estrangúlame con tu sábana santa! ¡Apodérate de mi espacio en blanco! (p. 68).
El descontrol es tan exagerado que por fuerza significa.
HOMBRE: ¡Lástima de este cuerpo! Estas piernas, desaparecerán envueltas en el velo rojo de la retórica.

Olvídate de mí, con puñal a las espaldas. Te voy a desgarrar la dulce amistad de soplos tibios, aunque me duelan mil lenguas bifurcadas, ¡he de hacerlo!
MUJER: Te arrojo lo que tengo, no quiero tus lámparas moribundas. Me río de ti. ¡Escucha como [sic] lo hago! Me burlo de tus momentos poéticos y sanos. Soy la enmienda que nunca conociste (p. 69).
Contaminados, nosotros, de tanto, tantísimo pavoneo, del discurso publicitario que nos convence de ver al otro en su imagen, o contaminados del discurso periodístico que nos convence de entender al otro en sus palabras, de conocerlo según los conceptos aprendidos de bien o mal, y en medio del caos en que todos esos discursos se han entreverado y bifurcado mil veces, Bernardo todavía prefiere no decir sí o no.
Quiero dejar aquí, para no pecar de exhaustivo, la revisión de Aúllan los lobos. Tanta sinceridad de Ángel Saldarriaga es abrumadora. La exactitud con que Lucía y Bernardo, así como Quique y otros cómplices de La Barca de los Locos han concebido y expresado la naturaleza humana, se me hace simplemente admirable, digna de la mayor gratitud.
Digo aquí, también, que las miradas de la Monja al crucificado, en La Monja, y palabras como las últimas que he citado de Mujer a Hombre, en Aúllan los lobos, son las de un sabio que comprende que el hombre en su virilidad no es más que un payaso, y que en su dolor no es más que un fetiche.
Si alguna vez, hace ya mucho tiempo, cuando Bernardo y yo estábamos vivos, me dijo que el existencialismo era lo único en lo que él admitiría ser inscrito, es en la nada de la conciencia pura en donde debemos reconocernos con él y así, en todos los demás, en todos quienes hemos sido paridos y caminamos en esta tierra para morir.
“La vida ha sido asombrosa”, fueron las palabras con que se despidió de mí, el domingo pasado.



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