lunes, 1 de agosto de 2011

MANIFIESTO Nº 81 "CARTA ABIERTA" POR BERNARDO ÁNGEL SALDARRIAGA




Carta abierta a todo aquel que sienta esta comezón insospechada.

A todos los hermanos en el quebrantamiento: hacia ellos este grito de lujuria desbocada.

Perseguido por un guerrero de hirsutas barbas. Pétreo estuve, pero no los retuve.
Pasajero aliviado de mi propio vuelo.
Oidor perpetuo de sus largas historias de ejecutantes tórridos. Con mis dedos al aire.
Saurio domesticado.
Fervor pagado en largos tributos.
Risas que sí entendemos, cuando pasados los años descubrimos que somos el mismo animal.
Anoche mi pene iracundo que ya no siente vergüenza, pulsado desde la furia testicular, eyaculante, infecundo en todo saber.

A todos los que han arrojado la sabiduría a cualquier basurero.
Los que han rasgado sus vestiduras.
A los desobedientes.
A los que agitan sus genitales como denuncia extrema.
A todos los desasosegados del mundo.
A los que murieron sin ver una luz en su entrecejo.
Proscritos, prostitutas, a los ulcerosos, sifilíticos.
A los santos del cuchillo.
A los desheredados.
A los que vomita la época.
A los que no forman, en esta castrante plétora de gobernantes.
Mi grito empieza por ser dedo desnudo y se convierte en falo. Buscador de mestizaje en vulva embrujada.

A los que aman los cuerpos lubricados que despiden alaridos.
A todos aquellos que duermen mañanas sin familias.
A los que escupen dignidades y cargos.
A los que no tuercen su rumbo por unas cuantas monedas.
A los que muestran su sexo despidiendo llamas.
A todos aquellos que no confiesan sus injurias a lo sagrado.
A los que van tajantes hacia los muslos, los que orinan con delirio sobre lo amado.
A los que muerden con fruición la boca y exploran cavidades quejumbrosas.
En especial mi abrazo para aquellos que han prendido fuego a todos los maestros, profetas, héroes, mártires y en especial a mí.
Los que han vuelto la espalda a todos los tratados.
Los que creen en un cuerpo desnudo y una lengua roja de ternura.
Para los que se bañan en la pila de los mártires.
Los que olvidan en qué ciudad están.
Para los que todo es un movimiento constante y el día y la noche es una misma cosa.
Para los que el bien y el mal no existen y no gustan de manifestarse.
Los que han olvidado su nombre y familia.
A todos los que no esperan de nadie nada.
A los que un placer o un sufrimiento les da igual.
A los que ya nada explican.
Para los que agrado o desagrado, les tiene sin cuidado.
Para los que ya no exploran, ni tienen la experiencia por sabia.
A los que les da lo mismo vivir o desaparecer.
Para los que “lo mismo” tampoco cuenta.
También mi abrazo para los que se apegan, renunciando.
Los impúdicos por signo.
A las bestias furiosas que devoran “los mansos corderos” de un Capitolio: mi grito de hermano en quema.
Para los hierros doblados, las espadas quebradas, las suelas gastadas, el libro olvidado.
A todos mi copa llena.
A la enfermedad que me carcome el cerebro, mi saludo desde esta reja.
A todos los que me han ofrecido un empleo: mi maldición.
A los que cierran sus puertas para hospedarme: una hormiga negra instalo en sus culos.
Mi abrazo renegrido para los que osan desnudarse en las plazas públicas.
A los que son capaces de abandonar su propio suelo.
A todos los que van y vienen sin ningún lugar.
Al que nada retiene ni es retenido.
A todos los genitales dormidos en espera de levantarse: un resoplido.
A todos los que pagan tributo de miedo: una risa sarcástica.
A los que me acompañaron, poniendo en mí todas sus complacencias y a pesar de todo les fallé.
A los que desean para mí el más grande bien y abren en mi cerebro una brecha de suspenso.
A todos los que ignoran qué recorrido me agita.
A todos los ociosos que trabajan: un postrer abrazo de suicida.
A los que levantan puentes.
A todos los que organizan la desazón.
A los pulcros que desean regenerar al Hombre.
A los que temen levantarse tarde.
A los que cazan ladrones y muestran la escoria en unas páginas.
A los que venden pomadas en las plazas públicas.
A los que engañan al transeúnte con las cartas.
Al hombre que muere abaleado en una acera.
Al clamor que sube por las ventanas pidiendo un aliento.
Al apergaminado hombre de oficina que piensa en su empleo como tabla de salvación.
A los que nunca se entregan por un temor infundado.
A los sermonarios del placer.
A los jueces de rectitud palaciega: un puñal de muerte a sus espaldas.
A todos los que hacen cálculos y la vida siempre les falla.
A los que se toman su tiempo para llegar y cuando lo hacen, las cosas ya han recomenzado.
A los porteros, a los guardianes de lo que nunca será de ellos.
A los hombres que tiemblan de fragilidad ante el error cometido.

Yo me llego a ellos y en silencio los aliento a levantar sus cabezas, a que miren el sol como su compañero y a que vean su contenido escondido en los pliegues de sus carnes.
En silencio les devuelvo su frescura de niños y los incorporo al movimiento cósmico.
Este es el giro orgiástico de lo fragoroso.
Un aleteo de pájaro removerá tus entrañas.
Aquí donde un ángel negro me insta a escribir

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